sábado, 22 de octubre de 2011

NUESTRO SISTEMA INSTITUCIONAL NO ES PRESIDENCIALISTA

NUESTRO SISTEMA INSTITUCIONAL NO ES PRESIDENCIALISTA
por Inés A. D'Argenio.
Alguien ha dicho en la oreja de un médico anestesista que para frenar la hegemonía de la figura presidencial, es necesario reformar la Constitución Nacional, adoptando un sistema “parlamentario”. Y entonces la idea se instala, sin análisis mínimo de las normas de nuestra Constitución en cuyo marco el Congreso de la Nación es el máximo depositario de la preservación de las garantías constitucionales (artículos 14 y 28) y el único poder constituido a quien se atribuyen materias propias indelegables para el ejercicio de su función esencial (artículo 75). Ninguna de las atribuciones que la Constitución enumera para el Poder Ejecutivo tienen un alcance similar: se refieren a cuestiones concretas que en manera alguna involucran el ejercicio de facultades de regulación en materias específicas (nombra magistrados con acuerdo del Senado, prorroga sesiones extraordinarias del Congreso, supervisa al jefe de gabinete, provee empleos militares). Ninguna de todas y cada una de las atribuciones contenidas en el artículo 99 indica que se otorgue al Poder Ejecutivo la posibilidad de determinar políticas públicas sobre ninguna materia conferida como base de su ejercicio funcional. Por ende, no tiene poder reglamentario sobre materias propias.
La Constitución de Francia aprobada el 4 de octubre de 1958, contiene instituciones que no figuran en nuestra Constitución y que, tal vez, puedan justificar una calificación de “presidencialista” respecto del sistema institucional que estatuye. En primer lugar, el “gobierno” es ejercido exclusivamente por el Poder Ejecutivo por lo que el Presidente de la República vela por el respeto de la Constitución y asegura, por su arbitraje, el funcionamiento regular de los poderes públicos así como la continuidad del Estado. Ese deber de velar por la defensa de la Constitución expresado en el artículo 5, se transforma en el artículo 16 en la prerrogativa de “adoptar las medidas exigidas por esas circunstancias” inspiradas por la voluntad de asegurar a los poderes públicos constitucionales los medios para cumplir con su misión. El título III de la Constitución de Francia se refiere al “Gobierno” atribuido en exclusividad al Poder Ejecutivo y en su primer artículo proclama: el gobierno determina y conduce la política de la Nación; él dispone de la administración (artículo 20); y en el título V regula las relaciones entre el parlamento y el gobierno, enumerando las materias conferidas al primero (artículo 34) para concluir en que las otras materias que aquellas que son del dominio de la ley, tienen un carácter reglamentario (artículo 37).
Las diferencias con nuestro sistema institucional son definitorias para afirmar que el sistema institucional francés no nos concierne. En nuestro país, el “gobierno” es ejercido por los tres poderes constituidos sin prelación de ninguno de ellos sobre el otro, salvo por la reserva del legislador en resguardo de las garantías constitucionales (artículos 14 y 28 citados) y la prohibición expresa al presidente de la Nación de ejercer funciones judiciales (artículo 109). Por ende, no hay ni puede haber facultades de gobierno confiadas al presidente de la Nación y la mera expresión “jefe supremo de la Nación” o “jefe del gobierno” contenida en el artículo 99 inciso 1), derivada de fórmulas monárquicas, solo se refiere a la figura que ostenta la representación de la Nación, principalmente en el marco de las relaciones diplomáticas. Lo cual, naturalmente, no transforma al sistema institucional en presidencialista. Tampoco el presidente de la Nación, naturalmente porque no es el gobierno, tiene atribuciones para determinar y conducir la política de la Nación; ni “dispone” de la administración.
El régimen administrativo francés guarda estricta coherencia con las disposiciones constitucionales que configuran su sistema institucional, pero nada tiene que ver con las normas constitucionales que diseñan el nuestro. El presidente de la Nación en Argentina no “dispone” de la administración sino que la ejerce para cumplir su cometido de gestión del derecho expresado en el inciso 2 del artículo 99, y es responsable político de ese ejercicio que debe ser adecuado para la vigencia efectiva y oportuna de la norma jurídica. El presidente de la Nación en Argentina no tiene poder reglamentario sobre materias propias. Ninguna norma constitucional le confiere facultades regulatorias sobre materias propias; y cuando lo autoriza a expedir instrucciones y reglamentos, solo lo es “para la ejecución de las leyes de la Nación”. Por todo ello, no determina ni conduce la política de la Nación que, en tanto definitoria del interés general de la colectividad, solo puede ser determinada en el ámbito plural del Congreso mediante la deliberación que impone tan alto cometido.
La sugerencia de reforma de la Constitución para establecer un sistema “parlamentario” constituye, además de una profunda ignorancia en el conocimiento de la letra y el origen histórico de ella, un riesgo insoslayable para la vigencia de nuestras instituciones porque al pretender reformarlas se supone que no son idóneas para evitar la hegemonía de poder que el presidente ostenta a diario. Por eso se ostenta a diario la hegemonía de poder: porque se ha instalado la idea de que nuestro sistema institucional es presidencialista. Y quienes proponen su reforma avalan que, mientras ella no suceda, el sistema puede seguir siendo presidencialista. En desmedro de la sociedad que padece la ostentación de un poder espurio avalado por una idea soplada en la oreja de un médico anestesista.

AGREGADO A PEDIDO DE LA AUTORA (24-10-2011): ver en diario La Nación -página 14, ed. impresa del 24/X/11- que Roberto Gargarella dice: "Hoy la principal expresión de la desigualdad política se advierte en el hecho de que la clase política ha expropiado nuestra capacidad de decisión sobre los temas de interés compartido (siendo el órgano ejecutivo, claramente, el que más poder desigual concentra). Frente a esta situación, el sistema presidencialista resulta parte crucial del problema. El sistema parlamentario, mientras tanto, no resulta parte crucial de la solución, al menos en la medida en que pretenda dejarnos en un lugar similar al que hoy ocupamos, meros espectadores de un juego que nos afecta, pero que queda bajo el control de otros"...